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QUINCOCES Y LA HORA DORADA DE LA PINTURA​

I

 

Premier deuil (William-Adolphe Bouguereau, 1888) es un cuadro sombrío. Representa a Adán y Eva en medio de un páramo, lejos ya del Paraíso, velando el cuerpo sin vida de su hijo Abel. En segundo plano humean los restos de la ofrenda que provocara los celos de Caín, desencadenante del primer crimen de sangre de la historia de la humanidad. Una escueta pincelada naranja delata las últimas brasas moribundas sobre el altar, y la presencia de esa pincelada plantea una paradoja: es una partícula minúscula de luz y calor en un cosmos de aflicción, pero también el origen localizado de la tragedia.

Incendio en un monte, de Alejandro Quincoces (Bilbao, 1951), evoca ese toque de naranja recortado y ampliado muchas veces, un recordatorio de la capacidad que tiene el hombre de infligirse daño a sí mismo.

 

II

 

“Un día se dijeron unos a otros: ‘Vamos a hacer ladrillos, y a cocerlos al fuego.’ Fue así como usaron ladrillos en vez de piedras, y asfalto en vez de mezcla. Luego dijeron: ‘Construyamos una ciudad con una torre que llegue hasta el cielo.’” –Génesis, 11:3-4

 

Quincoces pinta cuadros de contundencia bíblica: visiones urbanas magníficas, pero con el tinte desolado de los experimentos fallidos –Babel, Gomorra–, barcos de guerra y petroleros como la espalda brillante de un leviatán. Gaza, Siria, Fukushima: paraísos perdidos a pulso, deudas heredadas de los tiempos de Caín. Luces que a duras penas se abren paso a través de la polución, señales de socorro desde el corazón euclidiano y plomizo de las ciudades. Cada luz de posición, cada ventana encendida equivale a un alma dando vueltas en el Purgatorio. Los grandes hitos tecnológicos (el Fuego, la Ciudad, la Bomba, Internet) son las curvas en que hemos encontrado nuestras mayores victorias materiales y los fracasos morales más estrepitosos.

La experta mano de Quincoces sabe captar el vértigo que produce el crecimiento sin límite y al mismo tiempo la carga emocional de los campos de hormigón, la deslumbrante plasticidad orgánica de la metrópolis. Sin romanticismos, pero sin renunciar a la estética del desastre ni a la contradicción esencial de la raza: que existimos contra nosotros mismos y contra lo que pinte, y que el arte también se alimenta de este conflicto irresoluble.

 

III

 

En la cima de la maestría artística, la imprecisión a nivel de obra se traduce en perfección a nivel de ojo. Como paisajista, la predilección de Alejandro Quincoces por lo impuro y lo indemostrable le deja más cerca de la poética de Kiefer que de la ingeniería de Antonio López.

 

Probablemente no haya muchos pintores de vistas urbanas que den menos protagonismo a líneas y contornos que Quincoces: estricto en la perspectiva, eso siempre, pero turneriano en la ejecución (v. el puente de Horizonte azul en Nueva York, o La siderurgia en Hammond). Su control de las texturas se traduce en definición y profundidad, y alterando su paleta en puntos estratégicos de la composición consigue iluminar fachadas, trazar avenidas y encender alarmas (v. La inundación, o Gaza). La ilusión de la urbe prolifera con tanto convencimiento ante nuestros ojos que olvidamos que la perspectiva ofrecida no es posible. Dejamos de notar que en la hora dorada de la pintura todo es materia y abstracción.

 

IV

 

“La poesía es prosa a cámara lenta.” –Nicholson Baker

 

Algunos fotógrafos llaman hora dorada al momento del crepúsculo en que es posible capturar las tonalidades más violentas del cielo: azul sanguíneo, rosa deflagración. También se llama hora dorada a los momentos inmediatamente posteriores al accidente, cuando la intervención médica tiene más posibilidades de salvar una vida. Algunos piensan que la pintura como lenguaje artístico está herida de muerte; otros suturan en silencio con las herramientas propias del oficio.

Caso de Alejandro Quincoces. Obras como la suya ratifican la vigencia del medio porque tienen lo que hace de la pintura una forma de expresión insustituible: la pincelada como residuo sólido que conserva su fluidez esencial –la del óleo y también la del gesto–, y el gesto como materialización del pensamiento.

La pintura es poesía calcificada. Una excrecencia de la mirada poética, ni más ni menos.

 

V

 

Probablemente sea un error concebir la historia del arte en términos de evolución lineal. No hay un premio al final de la carrera, al menos no uno distinto del que hemos deseado desde el principio. Cada momento ofrece posibilidades nuevas al artista, pero el objetivo último siempre ha sido abrir vías de comunicación y trascendencia, inyectar en la obra de arte un mínimo vestigio de humanidad.

Abel hizo una ofrenda de carne para comunicarse con Dios, y en lugar de eso encontró la ira de su hermano. Cuando la humanidad levanta una estructura, explora el espacio, pinta un cuadro, está corriendo un riesgo para buscar respuestas más allá de sus límites, pero lo que encontrará el cien por cien de las veces es una versión de sí misma con la que no contaba. En cualquiera de estas versiones inesperadas, nunca dejaremos de abrazar todas las formas posibles de belleza. Por todo esto, Quincoces y Bouguereau comparten esa pincelada naranja como si fuera un pan que no se acaba.

 

Alejandro Basteiro

Noviembre 2017

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