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“Acabados ya los tiempos de las excomuniones y las reivindicaciones, agotados los de las incomprensiones y las sospechas mutuas, cerrado el necesario paréntesis de los respectivos análisis linguísticos, desde hace al menos dos décadas la pintura y la fotografía parecen atravesar por fin, una larga temporada de convivencia provechosa, intercambio continuo de sugestiones y temas, debates no competitivos pero realmente problemáticos, capaces de infundir nueva linfa en cada uno de los  lenguajes.

 

Alejandro Quincoces pertenece plenamente a la generación de pintores que ha determinado el surgir de este nuevo clima: siguiendo la lección de Richter –el artista que más ha influido más, no solo en la visión, sino también en la reflexión pictórica  a caballo entre el siglo XX y el XXI-  desde mediados de los años 90, Quincoces ha pintado temas resaltando su origen fotográfico, tanto en la composición de la imagen como en la utilización de algunas figuras retóricas (el contraluz, el efecto del movimiento de un coche) características del medio fotográfico. Se podría añadir que no es una casualidad que este pintor vasco prefiera unos temas especialmente queridos también por sus coetáneos que utilizan la fotografía, en primer lugar ese “paisaje urbano” que parece haberse convertido en fuente de inspiración realmente universal y transversal en las elecciones técnicas y poéticas. Se podría pensar que sea precisamente porque en todo el mundo el panorama urbano está uniformado, convirtiéndose en contenedor de todos los pensamientos y las figuras del mundo, nueva naturaleza artificial en la que sumergirse, no se sabe muy bien si por necesidad o elección.

La Nueva York de Quincoces es entonces la de Hopper (la serie del Túnel parece casi la cita de un cuadro menos conocido del gran pintor americano, sobre todo cuando la calle parece cerrar la vista en profundidad, cuando resulta menos evidente la salida hacia la luz). Al mismo tiempo es la pintura de Berenice Abbot donde los rascacielos y las calles se convierten en metáforas de los grandes cañones o, mejor aún, se convierten en los auténticos cañones de la contemporaneidad, que sustituyen a los extraordinarios espectáculos naturales que ya están reducidos  a decorado cinematográfico o atractivo turístico, desvinculados de la posibilidad de una experiencia emocional, cotidiana.

En el fondo, al menos desde el punto de vista de la elección del tema, lo que más atrae a Quincoces es la posibilidad de transformar con sus manos un trozo de vida neutro, desprovisto de fascinación porque está demasiado consumido por los ojos y desgastado por el uso, en un momento que desencadena una visión épica, hecha de espacios infinitos, perspectivas repentinamente dilatadas o escorzadas y abandonos incluso sentimentales representados con grafito y óleo.

Por lo tanto, Quincoces no es un cantor de la cotidianidad urbana (justamente la figura humana no aparece en sus pinturas) a pesar de separar sus imágenes  de ese panorama, tampoco lo es de esa numerosa ralea que pide a la ciudad que se convierta en escenario para narrar historias más o menos deudoras con la historia de la pintura del siglo XX (de Hopper a los ácidos cantores de la decadencia  alemana entre las dos grandes guerras, entre tardo expresionismo y nueva objetividad) y más aún con la historia de la ilustración o la literatura que se llamaba de género. Quincoces pertenece a una raza aún más rara, de los que aún interpretan el paisaje en clave de sublime, en la acepción romántica del término.

Al contrario de lo que indican las apariencias, no es el tema el que guía la mano del artista, sino la emoción de pintar y, con ello, la necesidad de seguir viendo con el ojo interior para volver a elaborar conceptual y pictóricamente la imagen, después de que el ojo mecánico la haya parado en el tiempo. Más de una vez Quincoces ha reiterado que lo que más le obsesiona es la “realidad material” del cuadro, es decir, ese conjunto de prácticas, herramientas y medios que definen la pintura en su esencia lingüística, en su unicidad de medium que no se puede asimilar –fisicamente- a ningún otro. Esta “realidad material” es la característica menos evidente y sin embargo más presente en su trabajo, una realidad que se podría definir “del oficio”, un oficio ejercido durante mucho tiempo y ahora, con una magnífica certeza de medios y resultados que atestiguan las composiciones de grafito que resultaría impropio, además de restrictivo, definir dibujos. Es la realidad de los velados y los sombreados, un trabajo de taller, tan complejo en la elaboración técnica como “invisible” en el resultado final en el que desaparece -como siempre ocurre con la gran pintura-  la fatiga de pintar y sólo se queda la imagen, fruto nada casual de esa sabiduría oculta.

Puesto que lo sublime y lo épico de la pintura de Quincoces nacen de las entrañas de la pintura, de la voluntad de alcanzar con la pintura ese efecto, esa sensación y no otra, los rascacielos, las autopistas, los paisajes industriales de Quincoces hacen referencia a un concepto de hace más de dos siglos, pero sigue siendo aplicable. En fin,si realmente se quisiera encontrar un antepasado de esta pintura, sería necesario pensar en el gran paisaje romántico, quizás habría que volver a mirar las tempestades marinas de Turner, volver a recorrer sus viajes por los Alpes en busca de una naturaleza capaz de manifestar la belleza a través de lo espantoso. Al mismo tiempo, quizás convendría volver a pensar en las lúcidas reflexiones de Degas sobre el acto de pintar la realidad, en una época en que la fotografía parece haber saturado la mirada: una reflexiones que no sólo tenían en cuenta el nacimiento de la fotografía, sino que incluso podían utilizarla para renovar la práctica pictórica.

Han cambiado los tiempos y los lugares, lo que no cambia es la “realidad material” del cuadro, a la que Quincoces se agarra para poder ser antiguo sin refugiarse en el pasado, épico sin renunciar a mirar el mundo contemporáneo, romántico sin abandonar sus vínculos con la realidad. Todo ello para mantener, a pesar de todo, un equilibrio en el límite que separa la ciudad de la naturaleza, allí donde la pintura todavía consigue transformar un área industrial en decadencia en una aparición fantástica.”

 

Walter Guadagnini

Crítico de Arte

Catedrático de la Universidad de Módena, Italia

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